La libertad no se cede: se reconoce

Una mirada ontológica sobre la libertad y su responsabilidad
Vivimos en un tiempo donde la palabra libertad ha sido desgastada por discursos políticos, publicitarios y jurídicos. Se habla de libertad como si fuera un privilegio que se otorga, un derecho que se regula, o incluso una concesión que puede quitarse por razones de “seguridad” o “bien común”. Esta visión es profundamente errónea, y más aún, peligrosa.
La libertad no se construye, no se negocia, no se impone. La libertad es. Es parte del ser humano desde su origen. No hay libertad mayor ni menor; hay libertad reconocida o libertad negada.
Nacemos libres: la libertad como esencia
El ser humano nace libre, no porque lo diga una Constitución o porque le sea permitido por una sociedad. Nace libre porque es un ser consciente. Y esa conciencia lo vincula directamente con la capacidad de elegir, de actuar, de asumir.
Esa libertad es ontológica, no funcional. No es un instrumento para convivir; es una condición del ser. Negar esa libertad, limitarla, parcelarla, es no comprender la naturaleza misma del ser humano.
Es clave entender esto: no hay grados de libertad auténtica. Lo que se suele llamar “formas de libertad” (civil, política, económica) son manifestaciones sociales o jurídicas que —a lo sumo— pueden reflejar o distorsionar la libertad real. Pero la libertad no es eso. La libertad es vivir desde la conciencia del ser y asumir la responsabilidad de ese ser.
La conciencia como responsabilidad, no como peligro
La idea dominante en los modelos sociales tradicionales es que si se deja al ser humano completamente libre, deviene caótico, destructivo o egoísta. Por eso —se nos dice— hay que limitar su libertad para garantizar la convivencia. Esta visión parte de un supuesto falso: que el ser humano, por naturaleza, es incapaz de autorregularse.
Este pensamiento ha justificado dictaduras, religiones autoritarias, sistemas verticales de poder, y estructuras jerárquicas que infantilizan al individuo. Se nos exige “ceder” parte de nuestra libertad como si fuera un peaje para vivir en paz. Y si no lo hacemos, se nos tacha de antisociales, rebeldes o egoístas.
Pero hay otra lectura: el problema no es la libertad, sino la deseducación.
Si se educa al ser humano desde su capacidad de responsabilidad —no desde el miedo al castigo—, no hace falta reprimir su libertad. Hace falta acompañarla, cultivarla. La libertad con conciencia no es peligrosa: es ética.
No ceder, sino coparticipar
La clave no está en “ceder” mi libertad para formar parte de lo colectivo. Esa lógica impone una renuncia, una subordinación. Lo que propongo —y lo que muchos pensadores han planteado desde el anarquismo ético, el existencialismo o la espiritualidad no dogmática— es algo distinto: la coparticipación libre en la construcción común.
No se trata de obedecer normas impuestas desde arriba, sino de compartir responsabilidad con otros seres igualmente libres. El respeto mutuo no surge del miedo a la ley, sino del reconocimiento del otro como un igual en libertad y dignidad.
Esto implica un profundo cambio de paradigma: pasar de la obediencia a la conciencia; de la imposición a la educación; de la ley externa a la responsabilidad interior.
La verdadera revolución es educativa
Si la libertad está en la raíz del ser, entonces la lucha no es por conquistarla, sino por recordarla, reconectarla, ejercerla.
El verdadero campo de batalla no es el sistema legal ni el escenario político, sino la formación del ser humano. La educación es —o debería ser— el camino por el cual cada persona despierta a su libertad y aprende a vivirla con plenitud y respeto.
No necesitamos más controles, más castigos, más estructuras que nos “corrijan”. Necesitamos educación para la libertad, no adiestramiento para la obediencia.
El mito del “bien común” como chantaje moral
Una de las herramientas más eficaces para domesticar la libertad ha sido la invocación del “bien común”. Bajo ese concepto, se nos exige ceder, callar, adaptarnos. Pero muchas veces ese bien común no es más que una construcción ideológica de quienes detentan el poder.
Si el bien común exige que el ser humano deje de ser libre, entonces no es un bien, ni es común. Es una forma sutil de dominación. La verdadera comunidad se construye con seres libres que coparticipan desde su conciencia, no con ciudadanos obedientes que han renunciado a sí mismos por miedo o por hábito.
Conclusión: ser libre es ser
La libertad no es una meta, ni una conquista política, ni una concesión del Estado. La libertad es una condición del ser. Y solo se vive en plenitud cuando se ejerce con conciencia, no cuando se delega o se negocia.
La gran tarea no es luchar por “más libertad”, sino por más conciencia de nuestra libertad esencial.
Eso requiere educación profunda, no adoctrinamiento; responsabilidad individual, no obediencia institucional; y sobre todo, un nuevo modo de entender la convivencia: no como suma de renuncias, sino como red viva de presencias libres y comprometidas.
La libertad no se cede. Se reconoce, se asume, y se comparte.
Todo lo demás es olvido.